26/1/11

"TRES SOMBREROS DE COPA"

...(-)..
DIONISIO: (La besa nuevamente.) ¡Paula!
¡Yo no me quiero casar! ¡Es una tontería! ¡Ya nunca sería feliz! Unas horas
solamente todo me lo han cambiado... Pensé salir de aquí hacia el camino de la
felicidad y voy a salir hacia el camino de la ñoñería y de la hiperclorhidria...
PAULA: ¿Qué es la hiperclorhidria?
DIONISIO: No sé, pero debe de ser algo
imponente... ¡Vamos a marcharnos juntos...! ¡Dime que me quieres, Paula!

PAULA: ¡Déjame dormir ahora! ¡Estamos tan bien así...!

(Pausa. Los dos, con las cabezas juntas, tienen cerrados los
ojos. Cada vez hay más luz en el balcón. De pronto se oye el ruido de una
trompeta que toca
a diana
y que va acercándose más cada vez. Luego se oyen unos golpes en la
puerta del foro.)

DON ROSARIO: (Dentro) ¡Son las siete,
don Dionisio! ¡Ya es hora de que se arregle! ¡El coche no tardará! ¡Son las
siete, don Dionisio!


(Él queda desconcertado. Hay un silencio y ella bosteza y dice.)

PAULA: Son ya las siete, Dionisio. Ya te tienes que vestir.

DIONISIO: No.

PAULA: (Levantándose y tirando la manta al suelo.)
¡Vamos! ¿Es que eres tonto? ¡Ya es hora de que te marches...!

DIONISIO: No quiero. Estoy muy ocupado ahora...

PAULA: (Haciendo lo que dice.) Yo te prepararé
todo... Verás... El agua... Toallas... Anda. ¡A lavarte, Dionisio...!

DIONISIO: Me voy a constipar. Tengo muchísimo frío...
(Se echa en el diván acurrucándose.)

PAULA: No importa... Así entrarás en reacción... (Lo
levanta a la fuerza.
) ¡Y esto te despejará! ¡Ven pronto! ¡Un chapuzón ahora
mismo! (Le mete la cabeza en el agua.) ¡Así! No puedes llevar cara de
sueño... Si no, te reñiría el cura... Y los monaguillos... Te reñirán todos...

DIONISIO: ¡Yo tengo mucho frío! ¡Yo me estoy ahogando...!

PAULA: Eso es bueno... Ahora, a secarte... Y te tienes que
peinar... Mejor, te peinaré yo... Verás... Así... Vas a ir muy guapo.
Dionisio... A lo mejor ahora te sale otra novia... Pero... ¡oye! ¿Y los
sombreros de copa? (Los coge.) ¡Están estropeados todos...! No te va a
servir ninguno... Pero ¡ya está! ¡No te apures! Mientras te pones el traje yo te
buscaré uno mío. Está nuevo. ¡Es el que saco cuando bailo el charlestón...!


MIGUEL MIHURA

28/8/10

UNIDOS EN EL ABISMO

-me duele los ojos y mis piernas no paran de temblar- dije conteniendome.
-qué pasa?, tan rapido te cansas?-lo dijo sin mirarme y sin dejar de cambiar la velocidad de sus pasos.
-he luchado muchos siglos y la eternidad me agobia, pero no te dejaré- no lo aguanté y le dije al fin entre lágrimas.
-gracias por no abandonarme, por seguir brindandome tu luz a mis tinieblas-me miró simplemente.
mas tarde sentí como la briza de un leve aire cálido hace que me olvide todo lo que estaba pasando pero un golpe brusco en el suelo me destrozaba a él y a mi en pedazos.
Nunca imaginé encontrar la paz al final del precipicio...
BY: M.M.Q

12/7/10

MUNDO UTOPICO

Todo el mundo agraciado por lo de siempre, te pregunta el porque de tu silencio y ese cambio de parecer en eso que llaman "mentalidad" y yo no entiendo, no, no termino de entender el pecado infernal de pensar distinto y la desgracia de no haber nacido en un mundo igual que el de "ellos" sino en un mundo no fisico sino subrrealista en el que todo es distinto, en el que tu eres arquitecto o escultor de tu vida, en el que moldeas tu propio mundo utopico y te aisla de "esto". aunque como todas las cosas tienen sus desventajas y ventajas, esta es la mia...no poder adaptarme a tu mundo

6/5/10

MARIA ANTONIETA VS MARIA TUDOR

Entre los personajes más relevantes que mas me suelen llamar la atención por el modo de vida y al fatidico final que les llevo, son estas dos mujeres que coinciden en algunas cosas, actitudes por las que seran recordadas; el egoismo, la avaricia y la ignorancia en algunos aspectos de las cosas, olvidandose del projimo...
MARIA ANTONIETA ("LA DESPILFARRADORA") (Viena, 1755-París, 1793) Reina de Francia. Decimoquinta hija de los emperadores de Austria, Maria Teresa y Francisco I. En 1770 contrajo matrimonio con el delfín de Francia, Luis, que subió al trono en 1774 con el nombre de Luis XVI. No obstante, la nueva soberana de Francia nunca tuvo a su marido en gran estima, y mucho menos estuvo enamorada de él. Mujer frívola y voluble, de gustos caros y rodeada de una camarilla intrigante, pronto se ganó fama de reaccionaria y despilfarradora. Ejerció una fuerte influencia política sobre su marido y, en consecuencia, sobre todo el país. En 1781 tuvo a su primer hijo varón, y a partir de entonces residió en el palacio independiente de Trianon. Dejó de recibir en audiencia a la nobleza, acentuando la animadversión de las clases altas hacia su persona. Ignoró la crisis financiera por que atravesaba el país y desautorizó las reformas liberales de Turgot y Necker. No tuvo contemplaciones con las masas hambrientas que se concentraban ante el palacio de Versalles y envió contra ellas a sus tropas. El pueblo siempre pensó que su reina servía a los intereses austriacos. Puso al rey contra la Revolución, y fue apoyada en sus ideas monárquicas por Mirabeau y Barnave. Rechazó las posibilidades de acuerdo con los moderados y procuró que el rey favoreciese a los extremistas para enconar aún más la lucha. Al parecer, deseaba que estallase el conflicto bélico entre Francia y Austria, esperando la derrota francesa.En 1792 fue detenida y encarcelada junto con Luis XVI en la prisión del Temple. La Convención ordenó la ejecución del soberano el 21 de enero de 1793, mientras ella era trasladada a la Conserjería y separada de sus cuatro hijos. Condenada a la pena capital, murió en la guillotina el 16 de octubre de 1793. (Greenwich, Inglaterra, 1516 - Londres, 1558) Reina de Inglaterra e Irlanda. Hija de Enrique VIII y Catalina de Aragón, la historiografía tradicional anglosajona la ha presentado como un ser cruel y despiadado. Siendo de formación católica, son comprensibles las suspicacias que su acceso al trono originó en la sociedad inglesa, cada vez más cercana al protestantismo. Su intención fue en todo momento restablecer el catolicismo en Inglaterra, por lo que abolió muchas de las leyes promulgadas por Eduardo VI y encarceló a los obispos protestantes. En 1554 se casó con Felipe II, heredero de la Corona española e hijo del emperador Carlos V, quien esperaba establecer una alianza con Inglaterra para aislar a Francia siguiendo las directrices políticas tradicionales entre los Austrias. Este enlace fue muy mal acogido por los protestantes ingleses, que vieron en él la alianza con el principal adalid del Papado: la monarquía hispana. Ya cuando se anunció, se produjo una rebelión en Kent alentada por el embajador francés y encabezada por sir Thomas Wyatt, que fue aplastada y a la cual siguió una dura represión, que se cebó en las clases populares. La presencia de Felipe y la comitiva española no hizo sino encrespar los ánimos, aunque parece que los propios castellanos recomendaron prudencia y moderación a la reina, frente a la actitud agresiva y revanchista que mantenían los obispos británicos. Tras la partida de Felipe, a partir de 1555 la política de restauración de la antigua Iglesia del cardenal Pole enfureció más aún a los protestantes, a lo cual se unió la desastrosa marcha de la guerra con Francia, a la que María se había lanzado en alianza con su esposo; mientras las tropas de éste triunfaban en los campos de batalla, los ingleses perdían Calais frente a los franceses al mando del duque de Guisa. Este disgusto tuvo graves repercusiones en la salud de María, cuya muerte evitó que estallara una nueva sublevación. Subió al trono francés en 1774, cuando contaba 20 años de edad como sucesor de su abuelo Luis XV. En 1770 se casaría con Mª. Antonieta de Austria. El desastroso matrimonio entre Luis XVI y María Antonieta, recobró dimensión real gracias a una meticulosa investigación sobre la incompatibilidad sexual de la célebre pareja real. Recién en 1770, siete años después de haberse casado en Versalles con el nieto huérfano de Luis XV, María Antonieta, “una joven paralizada por el terror”, perdió su virginidad. Cuando José II de Austria, el hermano mayor de la reina, interrogó a la pareja sobre su fracaso para engendrar un heredero, ella dijo que todavía era virgen. Luis cumplió 16 años el 13 de agosto de 1770, y prometió a su esposa que festejarían este acontecimiento viviendo en adelante con ella en Compiegne “en la mayor intimidad”. Habían transcurrido 3 meses desde el matrimonio, y todos esperaban que esta promesa, unida al aire vivificante de Compiegne, daría los resultados tan esperados, y en septiembre, tras nueva promesa, se dirigieron a Fontainbleau, pero tampoco este cambio les fue favorable. Y así pasaron los meses y los años, y aunque “el indolente marido visitaba a su mujer con mayor frecuencia” como dice André Castelot, “tan concienzudo como desmañado, se obstinaba en ensayos cada vez mas lamentables”. El niño tan deseado no aparecía. Entonces comenzó a circular el rumor de que el Delfín era impotente, lo que se comentó no sólo en Paris, sino también en otros países de Europa. Hoy en dia, sean querido reflejar y revivir esa vida descarriada de este personajes, como por ejemplo en la pelicula "MARIA ANTOINNETE"
MARIA TUDOR ("LA SANGUINARIA" (Greenwich, Inglaterra, 1516 - Londres, 1558) Reina de Inglaterra e Irlanda. Hija de Enrique VIII y Catalina de Aragón, la historiografía tradicional anglosajona la ha presentado como un ser cruel y despiadado. Siendo de formación católica, son comprensibles las suspicacias que su acceso al trono originó en la sociedad inglesa, cada vez más cercana al protestantismo. Su intención fue en todo momento restablecer el catolicismo en Inglaterra, por lo que abolió muchas de las leyes promulgadas por Eduardo VI y encarceló a los obispos protestantes. En 1554 se casó con Felipe II, heredero de la Corona española e hijo del emperador Carlos V, quien esperaba establecer una alianza con Inglaterra para aislar a Francia siguiendo las directrices políticas tradicionales entre los Austrias. Este enlace fue muy mal acogido por los protestantes ingleses, que vieron en él la alianza con el principal adalid del Papado: la monarquía hispana. Ya cuando se anunció, se produjo una rebelión en Kent alentada por el embajador francés y encabezada por sir Thomas Wyatt, que fue aplastada y a la cual siguió una dura represión, que se cebó en las clases populares. La presencia de Felipe y la comitiva española no hizo sino encrespar los ánimos, aunque parece que los propios castellanos recomendaron prudencia y moderación a la reina, frente a la actitud agresiva y revanchista que mantenían los obispos británicos. Tras la partida de Felipe, a partir de 1555 la política de restauración de la antigua Iglesia del cardenal Pole enfureció más aún a los protestantes, a lo cual se unió la desastrosa marcha de la guerra con Francia, a la que María se había lanzado en alianza con su esposo; mientras las tropas de éste triunfaban en los campos de batalla, los ingleses perdían Calais frente a los franceses al mando del duque de Guisa. Este disgusto tuvo graves repercusiones en la salud de María, cuya muerte evitó que estallara una nueva sublevación.

31/12/09

Los arboles son silenciosos espectadores, que observan la vida desde un angulo distinto y que simplemente se mantienen al margen de todo para disfrutar de lo que les rodea, he aqui lo que creo que se deberia tomar ejemplo...
MELO

6/11/09

EL CORAZON DELATOR

¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia. Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre. Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía. Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente. Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando: -¿Quién está ahí? Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte. Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación. Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna. Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre. Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito. ¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado. Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme. Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas. Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja! Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora? Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar. Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima. Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos. Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte! -¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón! EDGAR ALLA POE

NACER CON ALAS

..Y cuando se hizo grande, su padre le dijo: -Hijo mío, no todos nacen con alas. Y si bien es cierto que no tienes obligación de volar, opino que sería penoso que te limitaras a caminar teniendo las alas que el buen Dios te ha dado. -Pero yo no sé volar – contestó el hijo. -Ven – dijo el padre. Lo tomó de la mano y caminando lo llevó al borde del abismo en la montaña. -Ves hijo, este es el vacío. Cuando quieras podrás volar. Sólo debes pararte aquí, respirar profundo, y saltar al abismo. Una vez en el aire extenderás las alas y volarás... El hijo dudó. -¿Y si me caigo? -Aunque te caigas no morirás, sólo algunos machucones que harán más fuerte para el siguiente intento –contestó el padre. El hijo volvió al pueblo, a sus amigos, a sus pares, a sus compañeros con los que había caminado toda su vida. Los más pequeños de mente dijeron: -¿Estás loco? -¿Para qué? -Tu padre está delirando... -¿Qué vas a buscar volando? -¿Por qué no te dejas de pavadas? -Y además, ¿quién necesita? Los más lúcidos también sentían miedo: -¿Será cierto? -¿No será peligroso? -¿Por qué no empiezas despacio? -En todo casa, prueba tirarte desde una escalera. -...O desde la copa de un árbol, pero... ¿desde la cima? El joven escuchó el consejo de quienes lo querían. Subió a la copa de un árbol y con coraje saltó... Desplegó sus alas. Las agitó en el aire con todas sus fuerzas... pero igual... se precipitó a tierra... Con un gran chichón en la frente se cruzó con su padre: -¡Me mentiste! No puedo volar. Probé, y ¡mira el golpe que me di!. No soy como tú. Mis alas son de adorno... – lloriqueó. -Hijo mío – dijo el padre – Para volar hay que crear el espacio de aire libre necesario para que las alas se desplieguen. Es como tirarse en un paracaídas... necesitas cierta altura antes de saltar. Para aprender a volar siempre hay que empezar corriendo un riesgo. Si uno quiere correr riesgos, lo mejor será resignarse y seguir caminando como siempre. Jorge Bucay

27/10/09

EL BARDO INMORTAL

-¡Oh, sí dijo el doctor Phineas Welch-. Puedo resucitar los espíritus de los muertos ilustres. Estaba un poco bebido, pues de otro modo acaso no habría dicho eso. Desde luego, era perfectamente natural hallarse un poco achispado en la fiesta anual de Navidad. Scott Robertson, el joven profesor auxiliar de inglés, ajustó sus espejuelos y miró a un lado y a otro para cerciorarse de que nadie los había oído. -¿De veras, doctor Welch? -Tal como le digo. Y no sólo el espíritu, sino también el cuerpo. -No creo yo que eso sea posible- manifestó remilgadamente Robertson. -¿Por qué no? Es una simple cuestión de transferencia temporal. -¿Quiere usted decir de viaje en el tiempo? Pero es completamente... insólito. -No para quien sepa hacerlo. -Y bien, ¿cómo ha podido hacerlo usted, doctor Welch? -¿Cree usted que voy a decírselo? -inquirió gravemente el físico. Dejó vagar la mirada en derredor buscando otro trago, pero no halló ninguno. -Hace poco resucité algunos muertos ilustres: Arquímedes, Newton, Galileo. ¡Pobres tipos! -¿No les gustó el mundo de hoy? No puedo menos de pensar lo mucho que debe de haberles fascinado la ciencia moderna- opinó Robertson, que empezaba a cogerle gusto a la conversación. -¡Oh, sí. Sí. No cabe duda. Especialmente Arquímedes. Al principio pensó que se volvería loco de alegría, luego de algunas explicaciones que le hice sobre la ciencia moderna en el poco griego que sé, pero no... no fue así... no... -¿Qué era lo que no marchaba bien? -Pues, ni más ni menos, el proceder de una cultura distinta. No podían acostumbrarse a nuestra forma de vida. Se sentían terriblemente solos y asustados. Tuve que devolverlos a sus respectivas épocas. -¡Qué lástima! -Sí. Grandes mentes, pero no flexibles. No universales. Así, pues, probé con Shakespeare. -¡Qué!- gritó Robertson, a quien tocaba más de cerca este personaje. -No grite, muchacho -observó Welch-. Es una falta de educación. -¿Dijo usted que resucitó a Shakespeare? -Eso dije y eso hice. Comprenda usted, precisaba de alguien con una mente universal; alguien cuyo hondo conocimiento del hombre le permitiera sentirse a gusto fuera de su propia época. Shakespeare era el personaje indicado. Por cierto que obtuve su firma, a modo de recuerdo... -¿La tiene ahí?- dijo Robertson, con los ojos queriéndosele salir de las órbitas. -Aquí mismo. Welch hurgó en los bolsillos de su chaleco. -Ah, aquí la tengo- dijo al fin. Tendió al profesor auxiliar una tarjeta de cartulina en cuyo anverso decía: L. Klein e Hijos Ferretería al por mayor. En el reverso podía leerse en sinuosa caligrafía: Willm Shakesper. Una repentina curiosidad se apoderó de Robertson: -¿Qué aspecto tenía?- preguntó. -No se parece a sus retratos. Calvo y con un feo bigote. Hablaba con un deje como el de la gente del campo. Desde luego, me esmeré todo cuanto pude para hacer que le gustase nuestra época. Le dije que a sus obras de teatro las teníamos en la más alta estima y que seguíamos representándolas aún. Es más, le dije que pensábamos que eran las más grandes piezas literarias del idioma inglés, acaso las más grandes escritas en cualquier idioma. -Muy bien; muy bien -dijo Robertson, anonadado. -Le dije que se había escrito innumerables volúmenes críticos sobre sus obras. Naturalmente deseó ver alguno, y le traje uno que cogí de la biblioteca. -¿Y cuál fue el resultado? -Oh, se quedó maravillado. Desde luego, tuvo dificultades con el inglés actual y con los hechos históricos acaecidos de 1600 a esta parte, pero lo ayudé a comprender una cosa y la otra en todo lo que estuvo a mi alcance. Pobre tipo. Creo que jamás esperó que pudiera merecer aquellos ditirambos, y no cesaba de decir: "¡Alabado sea Dios! ¡Qué de cosas han parido las palabras en cinco siglos! ¡Qué homérica inundación puede dar de sí un paño mojado!". -No. No diría eso. William Shakespeare no diría eso. -¿Por qué no? Escribía sus piezas con tanta rapidez como podía. Dijo que tenía que hacerlo así para poder cumplir con el plazo que le fijaban. Compuso Hamlet en menos de seis meses. El argumento databa de varios siglos atrás. El no hizo más que pulirlo. -Eso es todo lo que se le hace a un espejo telescópico. Sólo se le pule- dijo con indignación el profesor auxiliar de inglés. El físico no le hizo caso. Reparó en un cóctel intacto sobre la barra a unos pasos de él y se lo apropió. -Yo le hice saber al bardo inmortal que hasta dábamos cursos universitarios sobre Shakespeare. -Yo doy uno. -Lo sé. Lo inscribí en su curso nocturno. Jamás vi a un hombre tan ávido por descubrir lo que la posteridad pensaba de él como lo estaba el pobre Will. Se afanó mucho por averiguarlo en todos sus pormenores. -¿Así que usted inscribió a William Shakespeare en mi curso?- farfulló Robertson.Incluso como fantasía alcohólica, aquello lo dejaba sin aliento. ¿Pero era en efecto una fantasía alcohólica? Comenzaba a recordar a un hombre calvo, de raro, de singular léxico. -No bajo su nombre verdadero, desde luego -dijo el doctor Welch-. No importa lo que hubo de soportar. Fue un error de mi parte haberío inscrito; eso es todo. ¡Un gran error! ¡Pobre tipo! Miraba el cóctel con la frente humillada, con ligeros meneos de cabeza. -¿Por qué fue un error de su parte? ¿Qué sucedió? -Tuve que enviarlo de nuevo al 1600- rugió con indignación Welch-. ¿Cuánta humillación cree usted que puede soportar un hombre? -¿Pero de qué humillación habla usted? El doctor Welch vació de un trago la copa de cóctel. -¡Usted, amigo mío, cometió la imperdonable estupidez de suspenderlo!
(Isaac Asimov)

19/9/09

UTOPIA EFIMERA

la asfixia del dia me atormenta me exprime en cada segundo de mi ser desaparecer y perderme es lo que se pide a gritos y que me envuelva en la mas fria soledad gritos, golpes, llanto...tan poco duras utopia? me mareas, me frustras y me dices sin mirar atrás .-"...todo, pero absolutamente todo, es basicamente efímero"

DEJAME MORIR

Dejame morir, fallecer por ultima ves muere y dejame morir, no resistas, no lo intentes, simplemente muere dejame morir y ven junto a mi angustia, dolor, sombras, soledad...nada, pero absolutamente nada quedará de ello muere y dejame morir, no te lamentes, no llores, simplemente muere No veo la luz, ni siquiera una rafaga de esa delgada luz que no se resistia a dejarme, solo tinieblas que nublan mis ojos no te percibo, donde estas? esto es el final muere y dejame morir, no sueltes mi mano mantente al margen pero ven junto a mi Una briza calida nos acompaña en nuestro final por fin muertos, al fin somos nada DE: Melissa Mallon Quinteros